viernes, 4 de septiembre de 2015

NEZAHUALCOYOTL, el rey poeta.


 Los mexicas o aztecas habían llegado al valle, procedentes de "un lugar de garzas" llamado Aztlán, cargando a su dios tribal el sol-Huitzilopochtli. No sólo adoptaron los dioses que tradicionalmente veneraban los antiguos Toltecas, pobladores originales del valle de México, sino que, además, su profundo sentido religioso y conquistador los llevaron a establecer, como objetivo y vocación de su pueblo, una concepción místico-guerrera según la cual, como pueblo elegido por Huitzilopochtli, tenían la misión de alimentar a su deidad, de mantener la vida del sol mediante la sangre de las víctimas. Así se convirtió para ellos la guerra en una actividad religiosa indispensable que, al mismo tiempo que les permitía satisfacer su terrible culto, extendía sus dominios territoriales.





   Sin embargo, conservada por algunos sabios y poetas, subsistía la antigua tradición filosófica de origen Tolteca que reconocía el origen de las cosas en un principio dual, masculino y femenino, que rendía culto a las advocaciones y a los atributos de esa divinidad creadora y protectora y que se inspiraba en Quetzalcóatl, el civilizador legendario que enseñó a los hombres las artes y los oficios, el autodominio y la penitencia y opuesto a los sacrificios humanos. En estas circunstancias históricas y en el cruce de estas corrientes políticas y de pensamiento religioso va a surgir Nezahualcóyotl.

   En cuanto tuvo edad conveniente, entre los seis y los ocho años, fue enviado al calmécac, la severa escuela en que se formaban los hijos de los nobles y los sacerdotes, y su padre le asignó además, para que cuidara especialmente su educación, al sabio Huitzilihuitzin, que acaso despertara en el príncipe la afición por el conocimiento del antiguo pensamiento Tolteca, la sensibilidad poética y la piedad y que sería su aliado fiel y aún heroico en época de adversidades, a partir de la  muerte de su padre Ixtlilxóchitl, en 1418, que perece acosado por los tepanecas de Azcapotzalco. Acatando la orden paterna de esconderse para proteger su vida y la sucesión del reino, tiene que presenciar, impotente, el combate final que lo convertirá a la vez en huérfano y en señor de un reino desolado y cautivo. Acaudillados entonces por Tezozomoc y más tarde por Maxtia, los tepanecas tratan de sojuzgar a los principales señoríos del altiplano. En los años que van de la muerte de Ixtlilxochitl a una década más tarde, entre otros pueblos avasallan a los de Texcoco, y persiguen implacablemente a Nezahualcóyotl para evitar que rehaga su reino, obligando al joven príncipe a  armarse de astucias y cautelas para eludir las múltiples persecuciones y asechanzas de sus enemigos. Gracias a la intervención de sus tías aztecas, hermanas de su madre y del tlatoani Chimalpopoca, los tiranos le permiten vivir por algunos años en la Ciudad de México, donde completa su educación y su adiestramiento militar, y por fin en Texcoco, en 1426. Pero los tepanecas, como el líder Tezozomoc y luego su sucesor Maxtla están decididos a darle muerte.  Nezahualcóyotl, mientras defiende su vida de los intentos por matarlo, habla y envía mensajes a los antiguos aliados de su reino para reconquistar su señorío. En 1427 emprende la lucha contra los tepanecas, ayudado por múltiples reinos. Itzcóatl, el nuevo señor de México, que también había sufrido agravios de Tezozomoc y de Maxtla, propone a Nezahualcóyotl una alianza de sus ejércitos y así logra, hacia 1428, recuperar su reino junto con la muerte de Maxtla y la destrucción de Atzcapotzalco. Entonces se constituye también lo que será la Triple Alianza, formada por México, Texcoco y Tlacopan, señorío este último al que se asocia con el objetivo político de dar una representación a los tepanecas vencidos y asegurar la paz con ellos.


 Ya reconquistado y pacificado su reino, Nezahualcóyotl aún permanece en la gran Tenochtitlán donde, hacia 1430, dirige obras civiles muy importantes, como el bosque de Chapultepec que hoy gozamos, cuyos árboles ahuehuetes él sembró, y la introducción del agua a la ciudad por medio de canales bajo tierra y en altura. Al año siguiente es proclamado solemnemente señor de Texcoco, trece años después de la muerte de su padre, la mayor parte de los cuales habían sido para él cuestión de vida o muerte. Pero no guardó rencores; su primer impulso estuvo enfocado a perdonar y atraer a quienes se habían unido a los invasores durante su destierro, rectificó las fronteras de su reino y emprendió una organización política y administrativa ejemplares, proyectando estructuras sociales de servicio público, judiciales y culturales, distribuyendo con prudencia y generosidad responsabilidades y honores e iniciando su monumental obra literaria. Escribe:

   “Las flores, los cantos, tienen un origen divino, vienen del interior del cielo, pero sólo los recibimos como un préstamo. Ellos nos permiten darnos a conocer, manifestarnos aquí, pero sólo aquí en la tierra y por breve tiempo. Luego, las flores y los cantos vuelven a la casa interior de la divinidad, y nosotros somos olvidados, solo permanecen nuestros cantos”.

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